"UN PERRO EN LA GRAN VÍA"
Otra vez lo mismo. El ser de dos patas que me da de
comer insiste en llevarme a pasear por este sitio.
A pesar de que tiro de la correa, me revuelvo y le
grito que no me gusta, es inútil, no me hace el menor caso.
En general no me puedo quejar porque no se porta mal
pero, echo de menos las veces que me lleva a la zona verde. Es estupenda porque
puedo correr y está llena de árboles y flores de colores y, sobre todo, el
suelo es de ese verde blandito que no me hace daño al trotar. Da gusto estar
allí porque es fresco y húmedo y se nota menos el calor, que me resulta difícil
de soportar con mi pelo largo.
Pero aquí estoy, atado con esta odiosa correa que me
aprieta el cuello y rodeado de seres de dos patas, ruido estridente y piedra gris.
No hay duda de que mi ser alargado es un insensible. Cuando
me trae a este lugar no es consciente de todos los problemas y malestares que
me causa: el suelo está lleno de suciedad y me deja las plantas negras; la
piedra dura le hace daño a mis patitas y, si está caliente, quema; y lo peor,
esas cosas pegajosas de colores que luego no hay forma de despegarse del pelo o
de las patas.
Bien podía dejarme relajado en casa y venirse el solo
a este sitio tan concurrido. Esto no es lo que yo entiendo por un garbeo
refrescante: esquivar grandes objetos metálicos que interrumpen el paso o
intentar caminar entre muchísimos seres que se mueven, demasiado rápido o demasiado
despacio.
Lo que más me llama la atención de este pedregal son
esos bichos de cuatro pies raros que se mueven a toda velocidad. Hacen mucho
ruido y pitan como locos; son maleducados porque no te saludan ni te dejan
acercarte y te empujan si lo intentas; y, además, huelen muy mal y te echan un
humo sucio en la nariz. Entiendo que cada cual vaya a lo suyo, pero ninguno te
deja, ni siquiera, olisquear un poco y eso no es normal.
Es extraño el juego que se traen los seres de cuatro
patas con los de dos. Éstos se colocan apiñados en varias filas al borde de la
piedra negra y aguardan de pie, impacientes; de repente, se meten en masa entre
los de cuatro pies que, curiosamente, se paran gruñendo y acechando para, poco
después, lanzarse de nuevo a correr. No le veo la gracia, sinceramente. Me
parece bastante arriesgado y nada divertido.
Tampoco llego a entender muy bien por qué a mi ser de
dos patas le encanta todo esto. Creo que disfruta esquivando a otros como él,
intentando caminar entre oleadas de los que van y vienen hacia todos lados. Con
lo bonito que es corretear, oler los troncos e ir dejando mensajes para los colegas,
sin que nadie te moleste; hurgar en la tierra buscando lombrices y piedras y
hacer ejercicio buscando los palos que el alargado me tira. El pobre cree que
no veo donde caen pero, como me gusta jugar, le sigo la corriente y los dos nos
quedamos contentos.
A mí me parece que este lugar es horrible. Hay unas
enormes cosas de piedra que se levantan por todos lados; mi vista no alcanza a
ver el final, pues son demasiado altas. Casi todas son del mismo color y forma,
así que resultan monótonas y, en mi opinión, solo sirven para desalojar la
vejiga. Para eso sí son útiles, porque puedes apoyarte cómodamente sin miedo a
caer rodando y hacer el ridículo mientras meas. El problema es que aquí incluso
las paredes están ocupadas, con lo que encontrar un sitio vacío y apropiado
para dejar mis avisos es complicado. Creo que esto es abusivo, pues es obvio esos
bajos de piedra deberían estar a disposición de cualquiera, y no copados por
los de dos patas.
Y por cierto, ¿qué hacen ahí parados? Si se dedican a
admirar las rocas es que están peor de lo que yo pensaba. Los alargados deben
encontrarlas interesantes porque entran y salen constantemente pero, qué hacen
dentro, es un misterio.
Las que más les gustan son, sin duda, las grandes
cuevas con luces de colores encima, de las que sale frío y ruido.
El mío se mete en todas y me deja olvidado y atado
durante un rato largo, delante de esos efluvios que me atacan sin parar.
Esto es lo que él considera una agradable mañana de
paseo: dejarme sentado y solo, en espera de que termine sus cosas. Seguro que tampoco
ha pensado en todo lo que me ocurre mientras se mete dentro de esas cavernas.
Primero, si la bola brillante que está colgada allá
arriba se levanta con mal humor, y no hay sombras bajo las que resguardarse, me
achicharro.
Segundo, de dentro de las cavernas sale una especie
de ruido machacón como el que hacen las piedras al caer al suelo. No sé como
aguanta allí metido con ese sonido insoportable, porque mis sensibles oídos acaban
doloridos después de un rato.
Tercero, los olores. A veces me llegan unas bocanadas
de extraños aromas fuertes y dulzones que me marean y me dejan atontado. Esos
mismos efluvios los desprenden algunos de los alargados; son tan fuertes que
apenas puedo sentir su verdadero olor y, en algunos casos, la mezcla resulta peligrosa.
Otra cosa que él no sabe es que también tengo que
aguantar a todos los de dos patas que se me acercan y me sueltan palabros en un
tono musical algo tonto. Parecen pensar que no me entero, pero yo lo entiendo
todo. Son ellos los que usan una lengua rara con sonidos extraños imposibles de
imitar.
Si solo me hablaran no sería tan malo, pero es que,
además, me tocan. No se si podéis imaginar lo agobiante y agotador que resulta
que todos esos seres alargados se paren a toquetearte. Quién sabe lo sucias que
tendrán las manos y lo que le harán a mi bonito pelo. Después, cuando llego a
casa, tienen que cepillármelo a conciencia y me dan unos cuantos tirones
bastante desagradables. Yo soy cariñoso como el que más, pero sólo cuando hay
confianza.
Tengo un primo, uno lejano, que es menos selectivo y
se deja acariciar por cualquiera que le diga cosas bonitas, pero yo no soy así.
El problema es que algunos no entienden que cuando no muevo la colita significa
que no estoy de humor para carantoñas.
Como os digo, me paso la mañana aburrido, porque por
aquí no abundan muchos de los míos; no puedo charlar con nadie, ni ponerme al
corriente de los mejores sitios para dejar una muestra. Supongo que los otros
son capaces de convencer a sus alargados de que no les arrastren a este odioso
lugar.
Cuando por fin mi ser de dos patas se cansa de entrar
y salir de esas grutas, emprendemos la vuelta. Eso si sigo vivo, porque en este
lugar no hay forma de poder echar un trago. Recuerdo una vez que se me ocurrió
beber de un charco que había en el suelo; lo vi un poco turbio, pero tenía
mucha sed. ¡En que hora!, me sentó tan mal que me pasé tres días comiendo
pienso, como si fuera un viejales, hasta que se me asentó la tripa.
Menos mal que no estamos muy lejos del hogar, porque
si no sería un viaje realmente cansado. No es que sea diminuto, pero mi tamaño
no es excesivo, así que tengo que andar con cuidado, porque no es fácil
esquivar a todos los de dos patas que me pisan y empujan cuando pasan a mi
lado.
Tengo que estar atento para la próxima vez, así
cuando vea que vamos a venir a este bosque pedregoso, me haré el muerto.
Está genial que de vez en cuando nos pongamos en la piel de un perro y además de un perro tan particular, como su autora.
ResponderEliminar¡Mua!