jueves, 3 de noviembre de 2011



"UN PERRO EN LA GRAN VÍA"


       Otra vez lo mismo. El ser de dos patas que me da de comer insiste en llevarme a pasear por este sitio.
A pesar de que tiro de la correa, me revuelvo y le grito que no me gusta, es inútil, no me hace el menor caso.
En general no me puedo quejar porque no se porta mal pero, echo de menos las veces que me lleva a la zona verde. Es estupenda porque puedo correr y está llena de árboles y flores de colores y, sobre todo, el suelo es de ese verde blandito que no me hace daño al trotar. Da gusto estar allí porque es fresco y húmedo y se nota menos el calor, que me resulta difícil de soportar con mi pelo largo.

Pero aquí estoy, atado con esta odiosa correa que me aprieta el cuello y rodeado de seres de dos patas, ruido estridente y piedra gris.

No hay duda de que mi ser alargado es un insensible. Cuando me trae a este lugar no es consciente de todos los problemas y malestares que me causa: el suelo está lleno de suciedad y me deja las plantas negras; la piedra dura le hace daño a mis patitas y, si está caliente, quema; y lo peor, esas cosas pegajosas de colores que luego no hay forma de despegarse del pelo o de las patas.
Bien podía dejarme relajado en casa y venirse el solo a este sitio tan concurrido. Esto no es lo que yo entiendo por un garbeo refrescante: esquivar grandes objetos metálicos que interrumpen el paso o intentar caminar entre muchísimos seres que se mueven, demasiado rápido o demasiado despacio.

Lo que más me llama la atención de este pedregal son esos bichos de cuatro pies raros que se mueven a toda velocidad. Hacen mucho ruido y pitan como locos; son maleducados porque no te saludan ni te dejan acercarte y te empujan si lo intentas; y, además, huelen muy mal y te echan un humo sucio en la nariz. Entiendo que cada cual vaya a lo suyo, pero ninguno te deja, ni siquiera, olisquear un poco y eso no es normal.
Es extraño el juego que se traen los seres de cuatro patas con los de dos. Éstos se colocan apiñados en varias filas al borde de la piedra negra y aguardan de pie, impacientes; de repente, se meten en masa entre los de cuatro pies que, curiosamente, se paran gruñendo y acechando para, poco después, lanzarse de nuevo a correr. No le veo la gracia, sinceramente. Me parece bastante arriesgado y nada divertido.

Tampoco llego a entender muy bien por qué a mi ser de dos patas le encanta todo esto. Creo que disfruta esquivando a otros como él, intentando caminar entre oleadas de los que van y vienen hacia todos lados. Con lo bonito que es corretear, oler los troncos e ir dejando mensajes para los colegas, sin que nadie te moleste; hurgar en la tierra buscando lombrices y piedras y hacer ejercicio buscando los palos que el alargado me tira. El pobre cree que no veo donde caen pero, como me gusta jugar, le sigo la corriente y los dos nos quedamos contentos.

A mí me parece que este lugar es horrible. Hay unas enormes cosas de piedra que se levantan por todos lados; mi vista no alcanza a ver el final, pues son demasiado altas. Casi todas son del mismo color y forma, así que resultan monótonas y, en mi opinión, solo sirven para desalojar la vejiga. Para eso sí son útiles, porque puedes apoyarte cómodamente sin miedo a caer rodando y hacer el ridículo mientras meas. El problema es que aquí incluso las paredes están ocupadas, con lo que encontrar un sitio vacío y apropiado para dejar mis avisos es complicado. Creo que esto es abusivo, pues es obvio esos bajos de piedra deberían estar a disposición de cualquiera, y no copados por los de dos patas.

Y por cierto, ¿qué hacen ahí parados? Si se dedican a admirar las rocas es que están peor de lo que yo pensaba. Los alargados deben encontrarlas interesantes porque entran y salen constantemente pero, qué hacen dentro, es un misterio.
Las que más les gustan son, sin duda, las grandes cuevas con luces de colores encima, de las que sale frío y ruido.
El mío se mete en todas y me deja olvidado y atado durante un rato largo, delante de esos efluvios que me atacan sin parar.

Esto es lo que él considera una agradable mañana de paseo: dejarme sentado y solo, en espera de que termine sus cosas. Seguro que tampoco ha pensado en todo lo que me ocurre mientras se mete dentro de esas cavernas.

Primero, si la bola brillante que está colgada allá arriba se levanta con mal humor, y no hay sombras bajo las que resguardarse, me achicharro.
Segundo, de dentro de las cavernas sale una especie de ruido machacón como el que hacen las piedras al caer al suelo. No sé como aguanta allí metido con ese sonido insoportable, porque mis sensibles oídos acaban doloridos después de un rato.
Tercero, los olores. A veces me llegan unas bocanadas de extraños aromas fuertes y dulzones que me marean y me dejan atontado. Esos mismos efluvios los desprenden algunos de los alargados; son tan fuertes que apenas puedo sentir su verdadero olor y, en algunos casos, la mezcla resulta peligrosa.

Otra cosa que él no sabe es que también tengo que aguantar a todos los de dos patas que se me acercan y me sueltan palabros en un tono musical algo tonto. Parecen pensar que no me entero, pero yo lo entiendo todo. Son ellos los que usan una lengua rara con sonidos extraños imposibles de imitar.
Si solo me hablaran no sería tan malo, pero es que, además, me tocan. No se si podéis imaginar lo agobiante y agotador que resulta que todos esos seres alargados se paren a toquetearte. Quién sabe lo sucias que tendrán las manos y lo que le harán a mi bonito pelo. Después, cuando llego a casa, tienen que cepillármelo a conciencia y me dan unos cuantos tirones bastante desagradables. Yo soy cariñoso como el que más, pero sólo cuando hay confianza.
Tengo un primo, uno lejano, que es menos selectivo y se deja acariciar por cualquiera que le diga cosas bonitas, pero yo no soy así. El problema es que algunos no entienden que cuando no muevo la colita significa que no estoy de humor para carantoñas.

Como os digo, me paso la mañana aburrido, porque por aquí no abundan muchos de los míos; no puedo charlar con nadie, ni ponerme al corriente de los mejores sitios para dejar una muestra. Supongo que los otros son capaces de convencer a sus alargados de que no les arrastren a este odioso lugar.

Cuando por fin mi ser de dos patas se cansa de entrar y salir de esas grutas, emprendemos la vuelta. Eso si sigo vivo, porque en este lugar no hay forma de poder echar un trago. Recuerdo una vez que se me ocurrió beber de un charco que había en el suelo; lo vi un poco turbio, pero tenía mucha sed. ¡En que hora!, me sentó tan mal que me pasé tres días comiendo pienso, como si fuera un viejales, hasta que se me asentó la tripa.

Menos mal que no estamos muy lejos del hogar, porque si no sería un viaje realmente cansado. No es que sea diminuto, pero mi tamaño no es excesivo, así que tengo que andar con cuidado, porque no es fácil esquivar a todos los de dos patas que me pisan y empujan cuando pasan a mi lado.
Tengo que estar atento para la próxima vez, así cuando vea que vamos a venir a este bosque pedregoso, me haré el muerto.






lunes, 31 de octubre de 2011

EL POSO DEL AMOR


En el umbral del tiempo,
como surgido de la nada, apareciste,
desde el poso del olvido,
y te hiciste fuerte,
en la superficie de mi corazón.

Recobramos lo perdido,
solo fue cuestión de minutos,
un repaso rápido, toda una vida entre líneas,
y el pasado se disuelve, como por ensalmo,
conquistando el presente.

-Dorados años que esparcen su magia,
en deseos imposibles de concreción-

Espejismos de un mundo mejor