viernes, 29 de julio de 2011

DESTINO (PRIMERA ENTREGA)


Diana sabía que no debía volver, pero volvió. Tomó aquél avión en el aeropuerto de Madrid-Barajas, en la Terminal Cuatro. Se fue sin equipaje, con lo puesto, no quiso recoger nada, sabía que a donde iba, no iba a necesitar nada material, solo su corazón.
Cuando llegó al mostrador de facturación, era la única pasajera que iba sin maleta, sonrió a la azafata, cuando le dio su tarjeta de embarque.
Se dirigió al quiosco más cercano a comprar un libro para el viaje. Una cosa era viajar sin ropa y otra muy diferente sin un libro. Compró uno de bolsillo y después fue a la puerta de embarque.
Pasó rápido, solo tuvo que enseñar su pasaporte. Después se sentó en una cafetería cercana y pidió un café con leche, mientras contemplaba por la amplia cristalera los aviones. Cuantos viajes cargados de aventuras, cuantos destinos recorridos, hasta llegar por fin a un camino sin retorno, a un viaje de ida, sin vuelta.
Diana repasó mentalmente los acontecimientos de las últimas semanas, sintió miedo de sí misma, por la decisión que había tomado, pero ya no había marcha atrás.
Todo empezó como un acumulo de acontecimientos, antes de que estallase la revuelta.
Trabajaba de voluntaria en un país africano, se encargaba de alfabetizar a las mujeres y niñas más desfavorecidas, para después, enseñarles un oficio, también intentaba darles consejos sanitarios. Vivía en una aldea cercana, en una casa que las monjas le habían facilitado, cuando llegó a la misión, como seglar. Tenían muchas esperanzas puestas en ella. Venía de una familia acomodada, con valores tradicionales, se diplomó en enfermería e iba a una parroquia cercana a su casa, todos los domingos a hacer trabajos de voluntariado, encargándose también del comedor social.
Llevaba dos años prometida con Jesús, su compañero de la universidad, pertenecía a su entorno social y se iban a casar el año siguiente.
Una vida idílica, ordenada y plácida, hasta que ocurrió aquello, que desencadenó la tempestad. Jesús se fue aquél verano a estudiar un curso de inglés a Londres, solo iba a estar un mes. El día antes se despidieron y él le pidió su virginidad como prueba de su amor, para poderla recordar después, con más intensidad. Ella en un principio se mostró reticente, pero al final aceptó, al fin y al cabo sería su marido en ocho meses, era el hombre de su vida. Eligieron un lugar hermoso, natural, rodeado de vegetación, frente a un lago, una casita de campo propiedad de la familia de él.
Jesús cubrió el lecho con pétalos de rosa, rodeó la cama con velas de colores, eligió unas sábanas de raso y puso un cd de música italiana, muy romántica .
Puso a enfriar una botella de vino blanco, de reserva y cuando Diana llegó, se quedó deslumbrada ante tal derroche de lujo y seducción.
Se desnudaron despacio, sin dejar de besarse, él la tendió en la cama e hicieron el amor muy dulcemente. Le hizo un poco de daño, pero fue delicado. Después le regaló un anillo y le juró amor eterno. Ella creyó estar en el paraíso.
Al día siguiente lo acompañó al aeropuerto, a la misma Terminal Cuatro y allí se despidieron, con un gran beso de amor, hasta dentro de un mes.
Durante ese tiempo, Diana se entregó al voluntariado, de una forma casi frenética, quería que el tiempo volase y estar de nuevo entre los brazos de su amado.
Pero él, nunca regresó. A las tres semanas de su partida, recibió una carta en la que le explicaba, que había encontrado el trabajo de su vida y que posponía la boda, que lo sentía mucho y que debía de tener paciencia.
Cuando terminó de leer la carta, no pudo evitar que dos lágrimas aflorasen en su rostro, Decidió ir a verlo, ahorraría un poco de dinero e iría a Londres el mes siguiente.
Este pensamiento la reconfortó y empezó a trabajar en un dispensario cercano a su casa.
Por las noches llegaba rendida, pero podía guardar en su caja dorada, el jornal obtenido.
Sus padres la reprendían diciendo que no necesitaba trabajar tanto, que ellos podían comprarle el billete, pero Diana siempre quiso valerse por ella misma y quiso ofrecer a Jesús, su sacrificio, en prenda de su amor, aunque él, ignorase su proyecto y distanciaba cada vez más sus cartas. Ella lo achacaba al volumen de trabajo, que pensaba que tendría. Pospuso finalmente su viaje dos meses, ya que no le alcanzaba el dinero.
Era una mañana cálida de primavera, cuando salió finalmente hacia Londres, la noche anterior había preparado la maleta con mucha ilusión, envolviendo en un papel de celofán rojo, unos gemelos que le había comprado. Que sorpresa se llevaría cuando la viese llegar. Para que ésta fuese total, no le había avisado, llevaba una carta con su dirección y le diría a un taxista que la llevase allí. Volverían a hacer el amor, pensó ruborizándose y luego podrían salir a cenar, cogidos de la mano y contemplar el Támesis, envueltos en una bruma de felicidad.
Cuando el avión aterrizó, se acercó a un aseo cercano y contempló su imagen reflejada en el espejo, era bonita, todavía no había cumplido los veinticinco años, su pelo moldeado en la peluquería el día antes, era rubio y espeso, con una melena favorecedora, que le caía por los hombros. Su tez era pálida y sus ojos color miel, brillaban con la intensidad que da el amor contenido, el amor deseado.
Tomó el primer taxi y le dio la dirección al chofer, iba ensimismada mirando por la ventanilla, se sentía llena de ilusión.
Llegaron, se bajó y pagó. Se quedó parada contemplando el edificio, era pintoresco, de ladrillo y la entrada principal era muy amplia, coronada por un pequeño jardín inglés.
Le gustó, pensaba que podría vivir allí, con él, en cuanto se lo pidiera.
Se acercó a la puerta, cuando iba a llamar, se dio cuenta de que la puerta estaba abierta y entró. A primera vista no había nadie, pero se oían risas, se adentró por un pasillo, y entonces los vio, estaba encima de otra mujer, besándola apasionadamente, casi con ferocidad, nada que ver con los besos que le daba a ella, tan suaves; Parecían devorarse y no repararon en ella, hasta que un sollozo, los alertó de su presencia. Él se quedó como de piedra, como si hubiese visto un fantasma y no supo que decir. Ella salió precipitadamente, sin volver la vista atrás, él, no se molestó en seguirla.
Salió corriendo, dejando allí su maleta y con ella toda su vida anterior.
Tiró su anillo al Támesis, fue de nuevo al aeropuerto y cogió el primer vuelo de vuelta.
Cuando llegó a Madrid, se encerró en sí misma y durante un tiempo que le pareció indefinido, se recluyó en su cuarto, sin querer ver a nadie.
Un buen día, una de las monjas de la parroquia, donde antes hacía el voluntariado, fue a verla, aunque no quería ver a nadie, al final aceptó recibirla. La hermana Ángeles se asustó del aspecto descuidado de Diana, pero le transmitió el mensaje de la hermana superiora Francisca, que le proponía que fuera a ayudarlas a una misión, que tenía la congregación religiosa en Egipto
Tal vez ayudando a otros que sufrían más que ella, podría encontrar la paz. Durante solo unos segundos, Diana dudó, pero aceptó ir a hablar al día siguiente con Francisca.
Se levantó, duchó y salió a pasear por el jardín de su casa, la luz la cegó por la intensidad, demasiados días en penumbra, habían acostumbrado sus retinas a la oscuridad. Sus padres muy contentos de su restablecimiento, le prepararon una comida al aire libre. Comió despacio, en aquél mismo momento, se juró no volver a dejarse llevar por el amor, nunca más volvería a ser débil y aunque ya no era virgen, no se volvería a acostar con ningún hombre, hasta después del matrimonio e incluso no descartaba la idea, de tomar los votos y vivir entre la tranquilidad y el orden monacales, sin sobresaltos.
Cuando terminó su temprana cena, se dirigió a su cuarto a preparar el equipaje, el dolor de su maleta perdida, se unió al recuerdo que provocó su pérdida, pero debía ser fuerte.
Le pidió a su madre una bolsa de viaje y comenzó a guardar lo mínimo, quería ir ligera.
La mañana amaneció luminosa. Bajó a desayunar temprano, unos bollos calientes, recién hechos la esperaban encima de la mesa de la cocina, también un zumo de naranja natural , su madre se había esmerada mucho, ya que quería que se recuperase muy pronto. Desayunó y después marchó hacia la parroquia. Allí habló con la hermana Francisca, la cual le explicó como seria su viaje. Al día siguiente volaría a Egipto, en Luxor, la esperaría la hermana Concepción y la llevaría a la misión que las monjas españolas, tenían allí. Se alojaría en una casita propiedad de ellas, cercana a un pueblo llamado El-Maris, también se haría cargo del dispensario, para atender a los enfermos.
No recibiría dinero, pero sí alojamiento, comida y cualquier producto de aseo, que pudiese necesitar. Más adelante, podría decidir alojarse en el convento, si tenía vocación. Inicialmente la mandarían como voluntaria seglar.
Podría volver cuando quisiera a España, para visitar a su familia, le dejaban el billete de vuelta abierto. Diana estuvo de acuerdo con las condiciones referidas, la hermana superiora le dio el billete , un pequeño cargamento de medicinas y una carta para la superiora de la misión.
Cuando abandonó la parroquia, supo con toda certeza, que su vida había cambiado para siempre.

Fin de la primera entrega

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