miércoles, 5 de mayo de 2010
Meidum
Todavía no había amanecido cuando me levanté, si quería ver la pirámide tenía que madrugar. En cuanto saliese el sol el calor sería insoportable.
Me di una ducha rápida, sin disfrutarla, la escasa presión y cantidad de agua hacía que no hallase ningún placer que hiciese que me recrease allí dentro.
Me puse unos pantalones holgados de algodón y una camiseta de tirantes, no era la más adecuada en un país musulmán, pero en el desierto nadie me vería, ni se escandalizaría por ver un poco de piel.
Por si las moscas, cogí una chaqueta fina, no fuese a haber algún guardia en la entrada y no me dejase pasar después de haberme pegado el madrugón.
Era improbable ya que la pirámide no estaba dentro del circuito turístico habitual y a no ser que intentases acceder a una mezquita no solían poner pegas respecto al atuendo.
Aún así, tomé la chaqueta con un suspiro de resignación y varias botellas de agua embotellada, no iba a arriesgarme a tener que beber el agua local, para tener que pasar el resto de los días que me quedaban de vacaciones, postrada en la cama.
Sayed estaba en la puerta esperando en su taxi destartalado, había sido una suerte conocerle el día siguiente de mi llegada. Siempre estaba disponible y mi llevaba sin chistar donde yo quería, sin intentar llevarme a la tienda de regalos de su primo, como suelen hacer otros.
Con el paso de los días habíamos trabado cierta amistad y me había invitado a comer con su mujer y sus cuatro revoltosos hijos, la comida exquisita sin duda, cayó como un tiro a mi desacostumbrado estómago a las especias y el picante, pero la conversación y la compañía de la familia compensaron con creces la pequeña molestia.
Me recibió con una sonrisa, había vivido varios años en París y no criticaba la forma de vestir de las europeas.
Salimos de El Cairo, con la llamada a la oración retumbando en mis oidos, aproveche para dormir un poco, dejándome mecer por el traqueteo del coche, cuando desperté avanzábamos por una carretera rodeada por arena, el sol ya había comenzado a salir, según los cálculos que habíamos hecho el día anterior no debía quedar mucho para llegar.
Paso una hora más, mientras hablábamos de su vida en Europa, de la vida en Egipto, de cosas sin importancia. Me parecía un poco extraño no divisar ya la pirámide, pero Sayed seguía conduciendo adelante sin comentar nada.
Cuando ya el sol apretaba con fuerza y empezamos a sudar, por la falta de aire acondicionado, me miró y me dijo que creía que nos habíamos perdido.
Son cosas que pasan, intenté tranquilizarle porque parecía nervioso por si yo me enfadaba, le dije que no pasaba nada que diese la vuelta y que ya lo intentaríamos otro día.
Al intentar dar la vuelta en la carretera tan estrecha, incluso para un solo coche, las ruedas se hundieron en la arena dejándonos atascados. Nos bajamos y comenzamos a empujar, enseguida se hizo evidente que no íbamos a poder mover el coche sin ayuda, el tubo de escape se había partido y lucía como un mal presagio sobre el suelo de la carretera. Sayed lo ató como pudo con un trapo, pero aquél era el menor de nuestros problemas.
Decidimos que él regresaría andando por la carretera hasta una gasolinera que habíamos dejado atrás hacía unos veinte kilómetros, mientras yo esperaba por si pasaba alguien que pudiese ayudarnos. Le di todas las botellas de agua, excepto una que guarde para mí.
Me entretuve acumulando arena para hacer una figura, mientras Sayed desaparecía por la carretera, con un trapo atado a la cabeza, tan ensimismada estaba que no me di cuenta por donde aparecieron dos chavales en chilaba que estaban de pie mirando fijamente lo que yo hacía.
No entendían mi idioma y a través de señas les explique que se había estropeado el coche, me cogieron de la mano y tiraron de ella para llevarme a algún lugar donde me darían ayuda.
Eran muy jóvenes, apenas habían dejado atrás la niñez y no parecían peligrosos así que no tardé mucho en decidirme. Me llevaron a través del desierto, caminamos durante horas, yo estaba agotada, sin agua ya, pero ellos parecía como si no hubiesen dado más que unos cuantos pasos.
Estaba a punto de caer desmayada cuando a lo lejos vi unas tiendas de lo que parecían tuaregs. Alrededor de ellas había niños jugando y mujeres cociendo pan, me llevaron hasta lo que parecía la tienda principal.
Dentro había sentado un hombre de ojos negros pintados con khol, que le daba un aspecto feroz, me encogí un poco sobre mi misma, asustada por el lío en el que me había metido. Los niños le explicaron algo en su idioma y el hombre se levantó con una sonrisa que le hizo parecer más amable. Me tendió la mano ofreciéndome los cojines para que descansase.
En pocos minutos me vi rodeada de mujeres que me traían bebidas y comidas deliciosas, no había notado lo hambrienta que estaba hasta que di el primer bocado. Cuando terminé de comer y beber hasta hartarme, todos desaparecieron quedándome a solas con el que estaba claro que era el jefe de aquellos nómadas.
Más relajada y segura de mí pude apreciar la belleza de sus rasgos y sus movimientos felinos cada vez que se levantaba. Intenté mirar hacia otro lado, no quería parecer descortés o algo peor, pero mis ojos volvían una y otra vez a sus labios que me hablaban sin que yo entendiese nada.
Cuando extendió sus manos hacia mi cara, di un brinco hacia atrás por la sorpresa, él enseguida las retiró, pero antes de terminar de hacerlo las atrapé para acercarlas de nuevo a mí. El magnetismo que le rodeaba me tenía atrapada.
Acarició la curva de mis cejas y besó mis parpados, dejando que aspirase su olor a arena caliente, cuando sus labios se apretaron contra los míos gemí de placer.
Mis gemidos le animaron a ir más allá, suavemente me quitó la ropa, dejándome desnuda sobre los cojines, estaba muy mojada, preparada para recibirle, cuando comenzó a restregar su ardiente estaca entre mis labios, frotando al mismo tiempo mi hinchado clítoris , tuve un primer orgasmo. Atrapé su espalda, para acercarlo más a mis pechos duros como piedras, le clavaba mis pezones, mientras él metía su lengua en mi boca, llevándose a su interior mis jadeos apenas contenidos.
Cuando por fin me penetró, todos mis músculos se tensaron, deseosos de acoger las embestidas de aquél semental. La tenía gruesa y me lleno por completo. Sus acometidas eran tan fuertes que me estremecía todo el cuerpo, necesitaba sentirlo aún más dentro, que me rompiese, así que mis caderas tomaron el control y comenzaron a moverse enloquecidas bajo él.
Su ritmo se adaptó al mío, dejando que por fin sintiese todo su potencial, sacaba y metía su miembro tan rápido y tan fuerte que encadené varios orgasmos seguidos.
Cuando noté un gran chorro de semen chocando contra las paredes de mi vagina, un espasmo recorrió mi espalda, fue como un chute de adrenalina metido en vena y cabalgando por mi columna, extendiéndose por todo el cuerpo, calentando todos mis miembros.
Dejó caer la cabeza sobre mis pechos, chupando los pezones todavía erectos, mientras yo acariciaba sus hombros, notaba como su semen se deslizaba por mis muslos.
Me quedé dormida de nuevo, cuando desperté estaba en el coche, que ya no estaba atascado en la arena, había comida y bebida suficiente para alimentar al ejercito perdido de Jenofonte.
Arranqué el motor y fui en busca de Sayed que debía estar como loco pensando donde me había metido.
Ese día no visité la pirámide de Meidum pero el encuentro inesperado con el hombre misterioso mereció la pena. Cuando cierro los ojos aún puedo sentir su olor sobre mí, inundándome por completo, es tan fuerte su presencia que siento como mi entrepierna se calienta pidiendo a gritos a mi hombre del desierto.
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Desde luego piramide si que viste ¿o mas bien obelisco?
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.
Gracias. Este es uno de los que te debía, ahora me queda el de piratas. A ver si dejas de pensar que soy la protagonista de mis relatos querida Ayesha, si fuese así no tendría tiempo de escribir.
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