Un modesto homenaje para A. P. Reverte
La Puerta del Sol bullía de gente aquel segundo día de Mayo, claro y despejado, como la frente de la muchacha extranjera que, a duras penas, entre sonrisas y disculpas teñidas con acento foráneo, se abría paso a través de la concurrencia.
El pelo rubio y rizado recogido en la nuca, cubierto por una rica mantilla de encaje blanco, muy a la moda del país. Los ojos de color marrón, avizores, atentos, más por ansiedad que por recelo, a los rostros con los que se iba cruzando. Vestido de corte francés, sencillo y largo, ceñido a la cintura, con discreto escote y un ligero vuelo.
A medida que se aproximaba a su destino, notaba que aquella mañana el ambiente estaba más enrarecido que de costumbre. Y eso era mucho decir en aquel Madrid ocupado por las tropas imperiales desde hacía tiempo, concretamente desde que Godoy invitó al corso bajito a atravesar el país para ir a combatir con los portugueses y sus aliados británicos, estampando su firma en aquel infame tratado de Fontainebleu y que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y el Manzanares por la capital, se había convertido en una invasión en toda regla. Una invitación que el Príncipe de la Paz había pagado el día dieciocho del mes anterior con su precipitada huída de Aranjuez, evitando con su espantada caer en manos de una plebe azuzada por las proclamas inflamadas de curas y nobles, enemigos acérrimos de todo aquello que oliera a francés o a revolucionario.
No habían elegido un buen día para encontrarse.
Las conversaciones, cazadas al vuelo, hablaban de rebelión y muerte al gabacho. Rumores de rapto de la familia real y maldiciones impregnadas de rencor, miedo e incertidumbre ante lo que parecía, a todas luces, un golpe de estado por parte de Napoleón y su lugarteniente en Madrid, el general Murat.
Se colocó junto a la fuente de la Mariblanca, lugar concertado para la cita que iba a tener lugar si Dios y la ira de los madrileños lo permitían.
Entre la algarabía de voces, escuchó el tañido de las campanas de la cercana iglesia de San Ginés, anunciando la misa de ángelus. Se retrasaba. Es normal, pensó, Tal y como está el patio no me extrañaría que le hubieran denegado el permiso.
Aquel joven alférez, que tan atrevidamente se había presentado en su camerino del Teatro Real, sin flores, ni regalos caros, había resultado ser el autor de las cartas que, desde hacía tiempo había venido recibiendo de forma anónima de mano de aquel pintor de la Corte, Francisco de Goya y Lucientes, amigo y mentor del susodicho. Aquel juego epistolar, al que el reconocido maestro tan amablemente se había prestado, con la discreción justa para no desenmascarar a su autor, había abierto, a fuerza de poesía y descaro, una ligera brecha en su corazón de artista curtida en los escenarios más importantes de toda Europa. París, Viena, San Petesburgo…; en todos ellos la gran Anabella Orsini, había puesto a sus pies a los hombres más poderosos del continente, para acabar entrando en el juego de un simple oficial de artillería español que realizaba su servicio en el cercano Parque de la calle Monteleón.
Y es que cuando el impetuoso muchacho entró en su camerino, sacando de la estancia sin una sola palabra, casi en volandas, a su celosa asistenta, se encontró, frente a frente, con la mirada más intensa que nunca, desde que comenzó su carrera siendo apenas una niña salida de la escuela de canto del maestro milanés Andrea Capello, había conocido. Una mirada que refrendaba, una por una, las palabras escritas en aquellas misivas anónimas que tanto desazón había provocado en su alma durante los últimos días.
Palabras corteses, educadas, pero directas al alma. Sin la retórica vacía acostumbrada por sus potenciales pretendientes, más ocupados en rebuscar términos amorosos en los romanceros de sus inmensas bibliotecas que de expresar la verdadera naturaleza de sus sentimientos.
Morfemas medidos y faltos de exageración. Huérfanos de las expresiones pueriles mil veces repetidas por mil bocas mediocres a mil oídos inexpertos. Por eso, y solo por eso, había llamado su atención aquel joven oficial que no tenía donde caerse muerto. Pureza y verdad. Lo de aquel muchacho no era sinceridad sino una inconsciente ausencia de artificio.
- ¡¡¡Los gabachos se llevan a los infantes!!!
El rumor corrió como un reguero de pólvora desde el antiguo mentidero de San Felipe, lugar que recogía las inquietantes noticias provenientes del Palacio Real, donde cientos de madrileños se habían congregado desde primera hora de la mañana.
- Malnacidos. No tienen bastante con haberse llevado al rey y al príncipe Fernando a Bayona y ahora se nos quieren llevar al más pequeño. Por la Virgen Santa que hay que degollar a toda esta caterva de extranjeros, hijos del demonio.
El comentario lo había hecho un madrileño de anchas patillas que se encontraba sentado, descuidadamente, en el mármol de la pila, justo al otro lado de la fuente y que atendía al nombre de Curro Mordaza, a un grupo de ciudadanos ansiosos por prestar oídos a las palabras de cualquier caudillo improvisado. Deseosos por hacer algo aunque sin saber muy bien el qué.
Anabella lo observó de soslayo: pelo negro, recogido en redecilla, chaquetilla corta y los dedos pulgares de sus manos introducidos en la faja donde destacaba, amenazante, la cacha nacarada de una navaja de palmo y medio. No pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda al ser consciente de su propia condición de extranjera entre aquella gente nerviosa y fanática.
- Que se lleven al de Paula lo mismo dá – intervino otro vecino – Por lo que dicen ese crío tiene más sangre de Godoy que del Borbón.
- ¡No! – corrigió un cura de aspecto ladino, con sotana raída y menos carnes que rocín de hidalgo manchego – Es sacrilegio poner en duda la divina legitimidad de cualquiera de los miembros de la Casa Real. El compadre Curro tiene razón, hay que rescatar al joven infante y acabar con esos anticristos extranjeros.
Hasta ese momento la joven diva no había sentido miedo. El encuentro concertado había acaparado toda su atención, como si el resto de circunstancias que confluían en aquel lugar no tuvieran que ver con ella. Pero ante la fiereza de las expresiones, la crudeza de los juramentos y la creciente ola de violencia verbal que se iba extendiendo entre los presentes, un atisbo de terror comenzó a desplazar los dulces pensamientos, por un recelo que aumentaba a medida que aumentaba el retraso de su joven admirador.
Observaba los rostros cetrinos, las miradas ardientes, las bocas distorsionadas en muecas de asco e indignación, y en su nerviosismo, creyó descubrir algunos ojos brillantes clavados en ella misma.
Decidió moverse de aquel lugar, sin perder de vista el punto de reunión; dio algunos pasos con aire indiferente; vuestra guerra no va conmigo, yo solo estoy de paso, parecía decir, sois un pueblo ignorante y sometido y parece que hasta os gusta
Le vino a la cabeza el recuerdo de un admirador parisino, secretario adjunto en el palacio de Valençay, espía a sueldo del emperador, que, entre risas y chanzas le contó la poca consideración que aquel príncipe español, estúpido y ambicioso, tenía por sus propios compatriotas, los mismos que ahora estaban a punto de partirse el pecho por él.
Ruido de cascos en el suelo enlosado de granito. Gente a caballo en la calle del Arenal, jinetes que se aproximaban por los aledaños de las calles de Alcalá y Montera.
- ¡¡¡Los mamelucos!!! ¡¡¡Nos están rodeando!!!
El solo nombre de aquellos jinetes árabes que se había traído el emperador de la campaña de Egipto, bastaba para sembrar el pánico en el corazón del más aguerrido. Hasta el bravucón de Curro Mordaza se incorporó como accionado por un resorte ante la mención de aquellas tropas de élite.
El rumor se convirtió en clamor. Se comenzaron a escuchar gritos entre la multitud, proclamas antifrancesas y amenazas de muerte a los moros.
Anabella decidió por fin, muy a su pesar, abandonar aquel lugar, antes de que estallara la lucha que, sin duda iba a tener lugar en breve. Excuse moi, mon petit soldat, je ne peux pas attendre ton arrivé, pensó.
Enfiló hacia la estrecha calle de La Paz, a esas alturas la única despejada de presencia armada, como si los franceses pretendieran dejar una pequeña válvula de alivio por donde la gente, amedrentada por su presencia y convenientemente metida en cintura, pudiera retornar a sus casas antes de que comenzar a cortar cabezas y miembros con aquellos alfanjes de hoja ancha y brillante.
Noticias inquietantes de ultimísima hora. La batalla había comenzado en la Plaza de Oriente. La multitud se había lanzado sobre el regimiento de granaderos que el general Murat había dispuesto en el Palacio Real con objeto de escoltar la salida de la calesa donde el joven Francisco de Paula y su hermana, la infanta Maria Luisa, se disponían a marchar hacia el exilio impuesto por el emperador, completando la reunión familiar en la francesa localidad de Bayona.
Ante los aterrorizados ojos de Anabella, las puertas del infierno se abrieron de par en par.
El clamor se convirtió en un pandemonium de insultos y juramentos que traspasaban la mera amenaza para acabar convirtiéndose en hechos; reacción en forma de macetas arrojadas sobre los invasores desde los balcones y los tejados de aquel Madrid rebelde que, cual animal herido, se revolvía contra sus atacantes dispuesto a vender cara su piel de toro orgulloso.
En un principio, los jinetes mamelucos mantuvieron sus posiciones, aguantando estoicamente el aluvión de objetos que, desde cualquier parte, les caía como granizo. Con los alfanjes desenvainados, apoyada la hoja curva en el hombro, marciales, como correspondía a su condición de soldados.
La muchedumbre, encendida por las arengas sediciosas que, desde cualquier punto de la Puerta del Sol atronaban en boca de improvisados salvapatrias, se arremolinaba dispuesta para el asalto, empuñando lo primero que había encontrado, palos, navajas, tijeras, hoces…
Desde su sitio, Anabella observó con espanto como la única salida de aquella ratonera se cerraba, sellada por la llegada de nuevas tropas, soldados de línea esta vez, con la bayoneta calada y los fusiles amartillados. Sin duda ante la alarmante amenaza que suponía el levantamiento popular, el general Murat había hecho entrar en la capital a las tropas acantonadas en las afueras.
De pronto se encontró zarandeada por una corriente humana que, lejos de amedrentarse por los refuerzos recién llegados, se aprestaba al enfrentamiento dirigiéndose como una marea iracunda hacia el enemigo. Y ella en medio, naufrago en aquel mar de violencia y muerte.
Entonces llegó la orden. Cuando el toque de clarín anunció la inminente carga de la caballería, supo que todo había acabado antes si quiera de empezar, pues aunque la valentía de aquel pueblo fanático, a veces absurdo, a veces increíblemente noble, rayaba en la temeridad, era evidente para cualquier persona con el sentido de la lógica exento de contaminación nacionalista que el resultado de la contienda solo podía tener un final. No en vano, aquella tropa compuesta por sastres, costureras, toneleros, artesanos, tenderos, comerciantes y rufianes, se enfrentaba al mismo ejército que había puesto de rodillas a más de la mitad de Europa.
Ahora el terror la dominaba. Recorrió con la mirada, en busca de alguna salida, pero por todas partes reinaba la confusión más absoluta. Comprobó con espanto que no todo el griterío obedecía ahora a las proclamas antigabachas. Horror, espanto, miedo, dolor, esos eran los matices que ahora parecían teñir las exclamaciones de aquellos madrileños locos, al sentir en sus propias carnes el efecto de aquella maquinaria bélica perfecta que era el ejercito imperial.
El sonido de una descarga de fusilería atronó a su derecha. Las tropas de línea habían abierto fuego contra la población. Una mujer cayó a su lado. Anabella la observó inerme, sobre el suelo. Una mancha roja se iba extendiendo, poco a poco por todo su pecho, como una rosa temprana que abre sus pétalos, impúdicos, a la luz del sol. Tenía los ojos muy abiertos, como de sorpresa, y un fino reguero de sangre se derramaba desde su nariz. No pudo reprimir un grito de espanto ante la inminencia de la muerte.
Un hombre, sin duda su marido o novio, pues la muerta apenas rondaría los veinte años, se arrodilló junto al cadáver, y la observó con la boca muy abierta, como si aun no terminara de entender qué había pasado. Luego, levantó la mirada y, apretando la cara de la muchacha asesinada contra su pecho, elevó hacia el cielo un grito desgarrado que se perdió entre el coro de gritos desgarrados que invadía el aire de la Puerta del Sol.
Sintió como la empujaban, y ella, impotente, se dejaba arrastrar por la fuerza de la muchedumbre. Una nueva descarga y más cuerpos caídos.
El sombrero redondo de copa corta, propiedad del hombre que se encontraba justo delante de ella, voló hasta sus manos cuando un balazo caprichoso destrozo la cabeza de su corpulento propietario. Conmocionada, notó que algo le salpicaba la cara. Se llevó la mano a la mejilla y comprobó que se trataba de coágulos sanguinolentos mezclados con fragmentos de sesos y hueso.
El shock hizo que perdiera toda noción de realidad. Se dejo caer abatida, sobre el suelo teñido de rojo, llorando desesperada, pues el miedo que oprimía su corazón había bloqueado cualquier instinto de supervivencia.
Con la visión velada por las lágrimas, pudo observar como los vecinos, haciendo gala de un valor nacido de la desesperación, hacían pagar con saña cada muerto, cada herida, cada gota de sangre madrileña a los imperiales.
Un jinete mameluco, rodeado por una turba a cuya cabeza creyó reconocer el rostro malencarado de Curro Mordaza, había sido desmontado y cosido a navajazos entre insultos y golpes. Mas allá, en la calle de La Paz, la línea de soldados de infantería se veía ahora desbordada por la ingente marea humana, y ya el combate se desarrollaba cuerpo a cuerpo, entre bayonetazo y mojada de navaja albaceteña. Todo caos. Todo muerte.
Antes de cerrar los ojos tuvo una visión fugaz, la de un paisano de aspecto maduro y gesto sobrio, que, asomado al balcón de uno de los edificios aledaños garabateaba sobre un trozo de cartón. Perdida en su desvarío, aquel rostro se le antojó conocido, quizás alguien a quien le habían presentado en alguna recepción ofrecida tras el éxito de alguna de sus representaciones. Sí, ahora lo recordaba.
Impertérrito, Francisco de Goya, pintor de Cámara del rey Carlos IV, tomaba apuntes para llevar al lienzo la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Y junto a él, de pie, con medio cuerpo fuera de la balconada, examinando con desesperación el gentío en busca de algo o alguien, una figura joven y familiar, vestida con la casaca azul y correaje blanco, cruzado sobre su pecho, del uniforme de artilleros, su admirador perdido, el alférez Luís San Román.
Levantó la mano hacia a él, en un gesto implorante, pero entre la maraña de gente, humo y sangre, él parecía no verla.
Impotente y vencida, con los ojos cerrados para no contemplar su propia ruina, hizo lo único que sabía hacer, lo único que le quedaba por hacer: cantar.
La escena no podía parecer más fuera de lugar: una hermosa mujer arrodillada, con la voluntad rota por el miedo y el vestido y la piel salpicada de sangre ajena, interpretando un aria en idioma extranjero.
La voz proyectada se fundía en el clamor de la batalla, proporcionando un matiz irreal, onírico. Cantaba, y en su mente bailaban los recuerdos de su vida como la procesión de imágenes de aquel curioso artefacto que había tenido ocasión de contemplar en casa de un príncipe piamontés. Linterna mágica, así se llamaba, o así creyó recordar que se llamaba, en su desvarío.
El aria acabó con una nota elevada, tan alta que llamó la atención de la gente, paralizando por un momento la encarnizada matanza que tenía lugar a su alrededor.
Abrió los ojos lentamente, sin prisas, y lo primero que llamó su atención fue el par de botas negras y el calzón blanco. Según levantaba su indolente mirada, el uniforme se fue completando: casaca azul de regimiento de línea, cartucheras blancas cruzadas sobre el pecho, la vaina del sable vacía y, por fin, un rostro desencajado y sucio de sangre, pólvora y sudor, con un enorme mostacho, y la cabeza cubierta por un chacó en el que brillaba una placa que indicaba la unidad a la que pertenecía aquel soldado gabacho que, inmune a la patética estampa que ofrecía la mujer, levantaba el sable por encima de su cabeza, dispuesto a ejecutar el golpe que la enviaría al cielo de los artistas.
De repente, ante la inminencia de la muerte, el miedo desapareció como por ensalmo y dispuesta a no ofrecer la menor resistencia, sonrió al soldado con dulzura; la misma sonrisa que Cristo, nuestro señor, debió ofrecer a los paganos que le clavaron en el monte Calvario.
No escuchó el disparo. El sable cayó de la mano del soldado, mientras en su frente un hilillo humeante se elevaba, fugaz, del orificio provocado por la bala. Estaba muerto antes de que su cuerpo desmadejado se desparramara por el suelo.
Detrás del cañón aún humeante de la pistola, una mirada familiar, la misma que le había robado el corazón hacía apenas un par de días, o mil años, no estaba muy segura, se clavaba ella con un brillo de preocupación. De pronto, el mundo entero parecía girar alrededor. Sintió llegar el desmayo justo en el momento en que el joven alférez San Román, aspirante a oficial del cuerpo de artillería de su majestad, la recibía entre sus brazos. Sonrió casi sin fuerzas, al reconocer el rostro de su joven admirador.
- Se ha retrasado usted… - Un único comentario, antes de hundirse en las tinieblas.
EPÍLOGO
La brisa marina resultaba tonificante. Apoyada en la borda, Anabella respiraba con fruición aquel aire de mar, húmedo y espeso.
Los acontecimientos se habían precipitado en la última semana. Después de que el alférez la rescatara de la matanza, permanecieron un par de días escondidos en casa del sordo aragonés. El joven no podía volver a su acuertelamiento, pues había sido éste uno de los focos más activos durante la revuelta. Sus propios oficiales, los capitanes Daóiz y Velarde, habían muerto como héroes, resistiendo por dos veces el asalto de las tropas francesas. El mero hecho de reincorporarse a su regimiento podría suponer para Luís el encarcelamiento, bajo sospecha de amotinamiento, o, en el mejor de los casos, su incorporación al ejercito imperial, como estaba sucediendo con la mayor parte del ejército español, siguiendo las directrices marcadas desde Bayona por el propio príncipe Fernando.
- ¿Qué harás ahora? – le había preguntado apenas un par de días después de la tragedia del 2 de Mayo - ¿Lucharás por tu patria contra los franceses?
La pregunta tenía cierta carga retórica, pues en el fondo ella no dudaba de que las intenciones del alférez fueran muy distintas de las de cualquier español que sintiera como suya la afrenta a la que se había visto sometido su país.
Él se había limitado a sonreír y acercar su boca a los labios de ella.
- Tú eres mi patria – había contestado él con firmeza.
Así, tras la rescisión del contrato que tenía con el Palacio Real a causa de la guerra, fueron a recoger a Margot, su asistente de cámara, que aún permanecía escondida y aterrada en su vivienda de la calle del Pez, y, aligerando en lo posible su numeroso equipaje, habían salido de Madrid gracias nuevamente a la ayuda del pobre Don Francisco, que les observó partir con la pena marcada en la cara. Después, la llegada a Cádiz, el embarque rumbo a América, y luego…
La espuma de una ola impertinente salpicó su rostro, devolviéndola a la realidad.
El joven ex alférez se reunió con ella en la cubierta del barco.
-
- Te he traído un chal. Esta brisa es traicionera, y no creo que a tu voz le venga muy bien que cojas frío.
Colocó la prenda sobre sus hombros y la abrazó. Ella se refugió entre sus brazos, regalándose en la tibieza de su cuerpo. Permanecieron así un instante, con la vista clavada en aquel horizonte de color azul, casi negro, con atisbos anaranjados.
- Qué será de nosotros – preguntó ella al fin.
Giró la cabeza, para poder entregarse de nuevo a la mirada arrebatadora de su salvador.
Y él la besó.
FIN